Hoy en día sabemos que los ensayos controlados, randomizados, son el mejor método que tenemos los profesionales dedicados a la oncología para enfrentar los problemas, las preguntas, y la incertidumbre que nos plantea esta enfermedad.
¿Pero desde cuándo contamos con esta herramienta?
El primer estudio clínico randomizado se llevó a cabo entre los años 1946 y 1948, en el contexto de una creciente preocupación por una enfermedad que no contaba con un tratamiento probado y que, luego de un curso extremadamente variable, con frecuencia llevaba al paciente a la muerte: La tuberculosis.
Durante más de cien años se habían realizado experimentos sin ningún control, intentando encontrar la cura para esta patología, pero los resultados habían sido tan fallidos como difíciles de interpretar.
Ahora había surgido una nueva droga, la estreptomicina, aunque solo se hallaba disponible en cantidad limitada, y se ignoraba su grado de eficacia. Pocos imaginaban que su puesta a prueba determinaría el comienzo de una nueva etapa en la historia de la medicina.
Sir Austin Bradford Hill, especialista en epidemiología y estadística, y el Dr. Philip D´Arcy Hart, experto en TBC, fueron impulsores y protagonistas de este primer estudio randomizado. Sus argumentos para ponerlo en marcha fueron, por un lado, la escasez de estreptomicina y por otro, el hecho de que el curso de la enfermedad era tan impredecible, que la mejoría de un paciente con determinado tratamiento no podía considerarse prueba de su utilidad.
Este primer ensayo clínico demostró en dos años que el tratamiento con estreptomicina más reposo era superior al reposo. Un avance importantísimo. No solo en la búsqueda de una cura para esta enfermedad, sino, y más importante aún, en la medicina como ciencia, inagurando una nueva era en la investigación clínica.
Un muy interesante y ameno relato sobre los comienzos de la investigación clínica puede leerse en el libro “Clinical Trials in Oncology”, de S. Green, J. Benedetti y J. Crowley.
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