Las recientes denuncias sobre falsificación y adulteración de medicamentos de alto costo (oncológicos, anti-retrovirales, biológicos, factores de coagulación para hemofilia y otros) en la Argentina dan estado público a una situación insostenible de extrema perversidad: la ambición de lucro, elevada por encima del respeto a la vida.
Uno de los casos de alta notoriedad pública se halla bajo revisión judicial, por lo que sería inapropiado adelantar hipótesis o consideraciones específicas. Sin embargo, en términos generales, cabe reflexionar que la sociedad y los profesionales de la Salud no supimos descifrar "la escritura sobre la pared": que el mercado no puede erigirse en divinidad todopoderosa; que la ambición de lucro es incapaz de cuidar de la salud de nadie, y que el abandono de un modelo sanitario, más una necesaria cadena de complicidades nos ha llevado a este bajo fondo, en que la ética es sirvienta de la búsqueda de la ganancia. De la caja, en resumidas cuentas.
Vale aclarar que un incentivo poderoso para los inescrupulosos ha sido el elevado precio unitario de los productos señalados al inicio de este comentario (miles o decenas de miles de pesos por envase), resultado de una verdadera carrera en pos de ganancias extraordinarias, que a su vez satisficieran el apetito de lucro de accionistas, ejecutivos, y gurúes.
Los médicos contamos con muy pocas herramientas intelectuales y prácticas para detectar falsificación o adulteración, como no sea el uso atento de los sentidos, para notar cambios de color, aspecto, turbidez, o alteraciones en el envase de un producto.
El rol del Estado es crítico en este tema, ya que es el actor que puede dictar normas, hacer cumplir las existentes, y desempeñar un rol activo de vigilancia, detección y sanciones ejemplares. Para el Estado, la expresión "ausente" sería excesivamente benevolente, ya que hay una percepción social muy amplia que ubica al Estado de las últimas varias décadas como una pieza clave, un verdadero garante institucionalizado del status quo. Sin su aquiescencia, sin lograr que aparente mirar hacia otro lado, cuando no sostenga o directamente dirija el saqueo, muchas de estas vergüenzas y delitos serían imposibles, o al menos muy difíciles, o no escaparían a su pronto y ejemplificador castigo. El que las hace, las paga, debería ser un lema. Pero hay otro mejor: acciones preventivas. La calidad no es aprobar un control, sino un proceso continuo. Si al inicio no se logra calidad, no sirve a nadie desechar el lote de producto al detectar un problema grave antes de darle salida de la planta manufacturera. Pero esta consideración supone un error, una desviación de ciertas normas de procedimiento. Muy otra cosa es la deliberada adulteración o falsificación. En este último caso, hay una total desaprensión por el destino de los pacientes que utilizarán estos fármacos. Hay delito en la intención, hay desprecio por la vida.
La desafortunada percepción social que hace del diagnóstico de cáncer, HIV u otra enfermedad grave un sinónimo de sentencia de muerte, también opera en el imaginario colectivo y brinda una pátina de cobertura, de - si se pudiera - cuasi-comprensión (errónea, terrible y torturadora) : "si total, se mueren todos".
Todos morimos algún día. Pero ninguna consideración justifica el homicidio.
Seguramente los lectores podrán enriquecer el debate.
Cordialmente,
Dr. Pedro Politi